sábado, 5 de abril de 2008

CRISTO CON CAMISA GUINDA DE CANTANTE DE CUMBIAS

Darwin Pinto

Un Cristo con camisa guinda de cantante de cumbias y zapatos viejos de hombre demasiado honesto, propenso a hundirse en el barro del chubasco reciente, marchaba con la cruz a cuestas bajo el peso abrumador del sol de las tres de la tarde. No tropezaba sobre las piedras de la vía dolorosa de Jerusalén, sino que aquel Cristo de rasgos físicos de un pueblo vencido trastabillaba sobre un caminito marginal, abrumado de mala hierba al lado de la carretera que une a Santa Cruz de la Sierra con San Julián. Se detenía en cada una de sus doce estaciones (cada estación era una mesita con rosas secas, junto a alguna foto de bolsillo de un Jesús hollywoodense) en medio de la reverberación de las zonas humedecidas por el Río Grande. Detrás de él, mujeres y niños cantaban salmos de esperanza guiados por una monja que pedía mejores días para el mundo, mientras los vehículos pasaban veloces a su lado, silbando sinfonías de motores.Apenas unos metros más allá en Villa Paraíso (que de Paraíso no tiene nada), se levantaba el campamento de damnificados del Río Grande, que pese a los tres meses que ya pasaron desde que se inundaron sus comunidades, siguen viviendo hacinados en carpas. En pleno Viernes Santo, Regina Julián Arriaga (39), quemada por el sol, sudorosa, sucia por trabajar contra la maleza del campamento, dice que no tiene qué celebrar, y aunque exista un motivo no tiene con qué hacerlo. “Aquí viven 40 familias, sigue faltando comida, cuando llueve el agua corre bajo las carpas y cuando hace calor nos cocinamos de a poco ahí adentro. Los hombres a veces tienen trabajo de carpidores, a veces no, hay diarreas y resfríos entre niños, e infecciones de ojos, como la que tengo. Me recetaron una cirugía, pero la plata apenas me alcanza para comer”, dice ante la mirada atónita de curiosos niños descalzos.Ella tiene tres hijos. Dos que están allí, y una que estudia secundaria en Santa Cruz, que vive sola y que se gana la vida, según sabe, dizque lavando ropa. “Ahora no sé nada de ella, no tengo plata para ir”. El sudor le moja la cara, se lo limpia de un manotazo.Siguiendo la carretera, esos 300 kilómetros de ruta con tramos careados pese a los puntos de cobro de peaje, vía franqueada por animales atropellados y paisajes de cerros y piedras en formas esféricas que parecen haber sido puestas por manos de gigantes, se llega a Concepción, una especie de oasis, de juventud con carros de último modelo, gafas de sol a la moda, recios cuadratracks y vagonetas “full” equipo que se enrumban hacia la represa, con biquinis, cervezas, motos náuticas, campings y tatuajes.La iglesia de Concepción es bella, con sus dibujos de la virgen en la fachada, su campanario repleto y su reloj de números romanos. Frente a esta invasión de turistas, una familia chiquitana, desnutrida como una rama, vende por unos pesos flechas y collares que nadie compra. Una matraca anuncia la semana santa. Jueves hubo lavado de pies, ayer fue la procesión del santo sepulcro, el sábado habrá vigilia de resurrección en la capital de las orquídeas.En San Javier, cuya iglesia conserva para mayor orgullo el moho de sus tejados, la vejez de sus horcones, (con ángeles en posición piadosa en sus galerías laterales de hermoso retablo), ayer otro Cristo (este sí vestido a la usanza antigua, de no más de 16 años) ha sido aporreado por sus guardias romanos de ojos chiquitanos. Rasgos chiquitanos también los de este Cristo, que ha caído tres veces, ha sufrido el oprobio de haber sido cambiado por un ladrón confeso, (como suele ocurrir), ha sido levantado en la cruz, sus ropas sorteadas a los dados, lanceado en su costado, muerto y resucitado. Sus ojos han reflejado la tristeza del Cristo de las imágenes de las iglesias, de los mártires, y de la gente que ha perdido todo, menos la esperanza. Esos ojos misericordiosos se han parecido a los ojos de los niños de Villa Paraíso, donde los campesinos se despiertan a diario dispuestos a enfrentar el vía crucis de sus vidas.

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