sábado, 5 de abril de 2008

PARTE DOS: OCTUBRE NEGRO DE 2003

"EL ALTO: CIUDAD DE FRÍO, FUERZA Y FURIA"

La hostilidad del clima, el atraso, la ignorancia, la falta de servicios y la fortaleza del pueblo alteño para superar los inconvenientes, hacen de la ciudad más pobre del país, un mundo alucinante

Darwin Pinto Cascán
Los muñecos de trapo colgados por el cuello en los postes de luz de las tristes callecitas alteñas como advertencia a los ladrones que dominan callejones y mercados de la ciudad más pobre de Bolivia, son suficientes para entender la naturaleza maravillosa y hostil de El Alto, donde todo ocurre gracias a la furia de sus pobladores por sobrevivir. En ese ambiente, Maicol (así, a secas) cree que Bolivia es sólo lo que abarcan sus ojos de 14 años, y que el mejor trabajo del mundo es el suyo: cobrador y voceador de una línea de minibuses que hace el tramo entre La Ceja y Villa Ingenio en El Alto. Él vive en casa del chofer del minibús, no conoció a sus padres, nunca estudió (de matemáticas sabe lo básico para cobrar y dar el cambio) y jamás fue al cine, todo eso a pesar de que se levanta a las 5:00, hora en que el sol se eleva sobre el altiplano y rompe la neblina para insuflar aliento a una ciudad habitada por sobrevivientes que desafían los rigores de la vida, bullendo en su propia miseria, 4.100 metros más cerca del cielo.

Apenas abrigado con una chamarra deshilachada, una gorra sucia, pantalones de lana verde y zapatos de fútbol algo grandes, se cuelga en la puerta y empieza a gritar la ruta del vehículo, soportando la bravura del viento que adormece el cuerpo, aguantando la lluvia que quema su rostro con gotitas de hielo, mientras el aire espeso, revuelto en smog, ahoga pulmones y agita el corazón. a pesar de todo, él vocea: “La Ceja, la Ceja a 50 centavits”.

En un asiento del “mini” (que va lleno de estudiantes, amplias cholas, gente dormida y ancianos vestidos de riguroso terno), un hombre trata de leer un documento jurídico. Lo lee despacio, letra por letra, con un esfuerzo de luchador. Cuando se equivoca, lo intenta de nuevo. Y cuando se vuelve a equivocar, da un putazo, guarda el papel en una bolsa de plástico y de la misma saca una radiecita a pilas para escuchar el noticiero de la BBC de Londres: “El presidente Bush visitó a sus tropas en Irak y...”.

Maicol sigue su monólogo: “La Ceja, la Ceja a 50 centavits”. Alrededor del minibús, la furia por sobrevivir revolotea como mariposas grises en el aire helado y filoso, penetra los sentidos y se queda allí aferrada con uñas y dientes: La furia penetra por los oídos en forma de gritos atronadores de los vendedores de mercados, de alaridos metálicos de otros vehículos que desbordan avenidas ya desbordadas por miles de comerciantes que venden sentados en la calle; la furia sale de otros voceadores de minibuses que ofrecen por Bs 1 ir de la Ceja a Río Seco, Villa Dolores y Ventilla, o por 50 centavos ir desde Villa Adela hasta la plaza La Paz. La furia alteña penetra por la nariz cuando se anda por las calles de mayor tráfico llenas de humo que sale de los caños de escape e irrita los ojos, la nariz y la garganta; sigue su invasión nasal cuando se huele el lodo infecto que se acumula en sus calles y se mezcla con desechos podridos de basurales saturados de perros y mendigos; y sigue su ataque cuando se inhala sin querer el humo de fritangas y grasa de puerco que salta de los puestos callejeros de comida o cuando en las rotondas, que sirven de dormitorios y moteles, los cleferos inhalan con placer el pegamento que compran por Bs 1 a cualquier proveedor de la zona.

La furia entra en los ojos cuando los pinos y eucaliptos de la autopista que une a La Paz con El Alto desaparecen de golpe para dar espacio al paisaje lúgubre de esta metrópoli de inmigrantes, continúa su invasión cuando se llega a los lugares hipermarginales como Río Seco, donde la ciudad empieza a mezclarse con las primeras matas de paja brava, y el altiplano se abre como una gran boca de aliento helado y brutal. Allí, en los barrios más alejados, donde las casitas de barro y paja no tienen luz eléctrica, ni agua potable, ni postas sanitarias, ni escuelas, se ven grupos de niños semiabrigados y descalzos correteando sobre la nieve (cuando hay nevada). Recorriendo en el mini la avenida Juan Pablo II, bordeada de burros cuya leche en un vaso cuesta Bs 1 y vendedores de paja brava que se usa para hacer colchones y evitar que la lluvia erosione las bardas de barro, Maicol siente la furia en la piel.

La furia entra por la piel cuando el frío de entre tres y siete grados baja lanzando silbidos de guerra desde los picos nevados del Illampu, Chacaltaya e Illimani y laceran la piel con sus sables de aire. La furia llega en forma de ventarrones que levantan polvo en el altiplano y después sueltan de golpe tormentas atronadoras cuyos truenos sacuden la tierra alteña y los relámpagos dejan en tinieblas a la ciudad tras su latigazo de luz. Después la furia llega en forma del granizo que destruye los plantines tiernos de pino en las alamedas sin gracia (deben envolver en plástico las plantas para que aguanten el frío), destruye las casitas de barro y blanquean la ciudad en un abrazo de hielo que luego se convierte en ríos y después en barro. “Cuando graniza, la gente se va a sus casas y deja desierta la ciudad. Hay temor desde que en febrero de 2002 después de una granizada La Paz se inundó y hubo muertos”, dice un fotógrafo que va en su vehículo sobre las calles alteñas en plena granizada.

Pero la furia no sólo late en el frío. También entra por la piel en verano, cuando el sol no calienta, sino que chamusca dejando en los niños las mejillas rosadas y en los adultos, manchas de quemaduras. La furia está en todas partes, anda entre la gente, está en cualquier rincón de aquella ciudad color de tierra muerta que crece en el sitio exacto donde termina el altiplano y empieza la ruda cordillera coronada de picos filosos y montañas de nieve donde los dioses andinos anidan, vigilando que llegue la lluvia y que la tierra, siga pariendo para que los hijos de quechuas y aimaras, coman la sagrada papa, la quinua, o lo que quiera nacer en esa tierra donde sólo crecen las piedras. Pero a veces los buenos oficios de la Pachamama, no son suficientes, y en El Alto, la labor de los dioses es nula debido a que en las calles llenas de frío galopa siempre el peor de los jinetes del Apocalipsis: el hambre.

En los niños pequeños el hambre se traduce en un perpetuo llanto quedito, sin ganas; en los más grandes, el hambre se dibuja en caras pálidas y ojitos tristes, hondos de mirar asustados, y en las personas mayores el hambre ya no tiene efecto. La vida en esta ciudad de transportistas, comerciantes, campesinos y obreros de pequeñas fábricas, es demasiado dura como para que sólo el hambre amargue las vidas de gente que, además de soportar la pobreza, el abandono del gobierno, las pocas posibilidades de desarrollo y la ignorancia, soporta también los caprichos alucinantes del clima.

“Plaza La Paz, servidos”, dice Maicol, entonces hay que bajar del bus y penetrar en los laberintos de la feria 16 de Julio (la más grande del país), que se expande desde La Ceja, hasta la plaza Ballivián, por toda la avenida 16 de Julio, abarcando casi 20 manzanas. De pronto ahí está otro de los tantos símbolos del El Alto: Bajo su mugre gorro de los Yankees de Nueva York, tiene un chulo de lana de alpaca. Y bajo ambos, tiene una cabeza de pelo blanco que de seguro encierra imágenes fabulosas de la historia de este país, las mismas que ahora sólo puede ver en el recuerdo porque sus ojos de hombre derrotado por la vida ya no le funcionan. Está arrodillado sobre el pavimento lleno de basura; mira sin ver el cielo de negro eterno por las nubes de lluvia, balbuceando algún conjuro yatiri de buena suerte o maldiciendo en aimara la vida que le tocó vivir, mientras espera las ansiadas monedas que se transformarán en comida o alcohol.
A pesar de que es presa fácil del frío y los ladrones, sigue firme pidiendo limosnas sin poder gozar de las riquezas de su propia tierra. A su lado, un perro espera tendido en el suelo a que el mendigo ciego coma para atrapar alguna sobra. Frente a él, un hombre sin piernas se lava las manos en un charco de agua apestosa que emana de algún lugar de la feria 16 de Julio, donde todo lo que es basura en otras partes, encuentra comprador aquí. Mira a su alrededor con miedo, como un niño que teme ser recriminado. Lo que él no sabe es que a la gente, él no le importa. En El Alto muchas cosas no importan. Importarse por algo significa darse lujos y la ciudad más pobre de Bolivia sólo puede darse un lujo: sobrevivir a como dé lugar.

Entonces aparece un grupo de borrachitos felices que deciden seguir la parranda en plena calle. Los músicos están ebrios y los dueños de la parranda lo están más (no hace falta una fecha especial para estas fiestas) y bailan entre sí, mientras al mejor estilo aimara comparten el trago de la misma botella. Como resultado de la alegría, han dificultado aún más la circulación de los choferes osados que manejan esquivando bultos de mercancías, compradores, borrachines que duermen la siesta sobre la calle y cholas que se sientan como estatuas impasibles a vender chucherías, aunque si se insiste, pueden dar las señas de dónde se pueden hallar cosas de más valor. Y es que en esta feria se venden desde alfileres oxidados partidos por la mitad, zapatos usados, muñecas decapitadas y botellas vacías, hasta condecoraciones militares, computadoras de última generación y vagonetas de cualquier marca modelo 2003. “¿Qué modelito quiere?, Ah, ese no tengo, pero venga en tres semanas que se lo consigo”, dice un comerciante. Ese “yo se lo consigo”, significa: “Yo lo hago robar para usted”.

En este “Mall” andino, basta con colocar un cuero de oveja o un hule para tener un puesto junto a las avenidas, de modo que no extraña por ejemplo encontrar la novela Cien Años de Soledad del colombiano Gabriel García Márquez sobre un aguayo extendido, junto a cebollas, pengas de plátanos, clavos oxidados, frascos viejos de penicilina, una escoba sin mango y un muñeco de He Man sin un brazo. Y si es sorprendente que hayan esas cosas a la venta, más sorprendente es que haya quien los compre. Y los hay, 50 centavos bastan para comprar algo, y mucha gente llega con menos que eso. De ese tamaño es la pobreza.

De modo que cuando se suma pobreza y desempleo, el resultado es la delincuencia, y El Alto tiene puntos de delincuencia como la calle Antofagasta donde está el “barrio Chino”.En esas zonas, los vehículos pasan con las ventanas cerradas y la gente de a pie, especialmente las cholas, guardan su dinero en las “chullpitas”, una bolsa de lana que guardan bajo la mantilla. Pasar por zonas así, es como estar en una selva llena de depredadores de lo ajeno, que incluso llegan a robarse entre sí. Esas aglomeraciones de mercaderes, compradores y ladrones, conforman verdaderos elencos de teatro que tienen por escenario las calles desguarnecidas de policías.

Acto 1 (calle Antofagasta de El Alto, en la tarde): Las “choras” (ladronas) caminan rozando los vehículos y fingen ser golpeadas por alguno para increpar a los choferes. El plan es hacer que el chofer baje del vehículo, y cuando eso ocurre, ellas le escupen en la cara el trozo de hoja de navaja que guardan en la boca. Al impacto, la víctima se toma el rostro y recibe un golpe, después los "choros" desvalijan el vehículo.
Acto 2 (en el mercado cerca de la avenida EE UU, una hora después): Un conductor se olvida de cerrar sus ventanas y de poner el seguro en la puerta. Cuando el vehículo frena por la dificultad del tránsito, los choros abren la puerta de golpe, le meten una “piña” (puñete) y roban lo que hay en el vehículo.
Acto 3 (en la Plaza La Paz, atardecer): Un "lancero" (ladrón que actúa solo), le arrebata la cartera a una mujer y se pierde entre la multitud.
Acto 4, escena 1 (entre las calles 2 y Antofagasta, en el crepúsculo): Un "campana" (buscador de gente descuidada) observa desde hace rato a la gente que va y viene en la zona, descubre a alguien y da un silbo.
Escena 2: el segundo miembro de este equipo de delincuentes, encara a la víctima, le roba y echa a correr entre las calles laberínticas, desorientando al que ha sido robado.
Escena 3: La víctima intenta perseguir al ladrón, entonces aparece un tercer cómplice que simula ayudar. Le dice: “¿Qué le pasó, le robaron?, yo vi a un tipo corriendo para ese otro lado”, intenta dar tiempo al que huye y despistar al que persigue.
Escena 4: Si el afectado no hace caso a las técnicas de distracción del delincuente número 3, entonces llega la caballería. Un cuarto implicado con cara de malo, casi siempre grande, en vez de distraer, amenaza y frena la persecución.
Acto 5 (ya por la noche, en La Ceja). Además de los “campanas” que se paran en las esquinas mirando en todas las direcciones para tener “cubierto” el perímetro, están las “pildoritas” que aparecen de noche, en las cantinas, prostíbulos y alojamientos de la zona. Una pildorita vestida con pantalón y blusa ceñida al cuerpo (a pesar del frío), excesivamente maquillada y tocada con una boina francesa que le cae sobre el ojo izquierdo, se para en la puerta de una cantina y le sonríe a todos los que entran. Al fin un “galán” se la lleva a la cantina. El parroquiano no sabe que la cartera grande que carga esta “birlocha” (hijas de cholas que ya no usan polleras) es para guardar el celular, billetera, reloj, y lo que pueda quitarle una vez le dé la pastillita adormecedora que guarda con sumo cuidado en el corpiño.
Acto 6 (en un burdel, ya muy de noche): Es fácil distinguir a las pildoritas, de las damas de compañía. Las primeras están casi siempre completamente vestidas sin más intenciones que robarse algún buen celular. Las segundas se visten menos y hay que caerles bien, tomar mucha cerveza o lo que sea, ser respetuoso, y sobre todo, tener dinero para que ellas cuenten primero la historia de su vida, justificando el porqué están ahí, para luego irse a los cuartitos del fondo sin mucho mobiliario (a veces sólo tablas), a robar a su cliente el último aliento que ha dejado la altura.
Acto 7 (en La Ceja, madrugada ya): Pandillas pululan en las calles. Alcoholizados se golpean entre sí, asaltan a cualquier borrachito desprevenido sin el menor reparo porque saben que a esas horas ni la Policía se atreve a entrar ahí. Los guardias de seguridad que resguardan negocios son casi siempre un saludo a la bandera. Tienen que ponerse una especie de armadura de plástico bajo el uniforme para evitar que una puñalada los sorprenda. Salvo en la zona de Ciudad Satélite (el Equipetrol o la zona Sur de El Alto), en casi toda la ciudad pasa lo mismo.
Acto 8 (amanece). En la avenida Juan Pablo II, aparecen puestos callejeros de cholas totémicas, acurrucadas en las paredes y protegidas por tolditos de tela que ofrecen refresco y comida. A los perros se los encuentra destrozando basurales o sentados con cara de buenos tipos bajo las mesitas de comedores callejeros, donde por Bs 1.50, la gente puede tomar una sopa de carne de llama o la siempre rica sajta. Han aprendido a caer simpáticos, y a veces, desde asientitos miserables de madera donde la gente se acurruca casi tocando sus codos con las rodillas mientras come, alguien les lanza algún hueso. Después de la sopa y el perro satisfecho, un lustrabotas mira los zapatos y dice: “un lustre jefecito”.
Su rostro está cubierto de pasamontañas, hace su trabajo y cobra Bs 5. “Es el aguinaldo cuate, hay que aprovechar porque en esta época es cuando nos entra algo de kivo (dinero). Cobraremos así del 20 de noviembre al 20 de diciembre", dice Antonio. El estudió hasta el primero de primaria cuando tenía 11 años. "primero básico era entonces. Salí de la escuela y me metí a la calle a trabajar. Primero volvía a mi casa y le daba lo que ganaba a mi madre, después ella se metió con un hombre y me echó a la calle. Yo tenía 14 años, ahora tengo 19 y esto es lo único que sé hacer", dice el muchacho sin rostro en cuya mano derecha tiene un tatuaje borroso que dice: "Aloviu foreber Carolina"...

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